jueves, 15 de noviembre de 2007

Crónica del Retorno (a la vida)

A veces...
a veces una se pierde en el ir y venir de la rutina...

Paseando entre edificios grises, bajo un cielo sin color. Las pisadas no emiten ningún tipo de sonido y la sensación es la de arrastrar los pies sobre la arena...
He estado en ese lugar recientemente, de ahí mi actitud lacónica de las últimas semanas...
De repente sientes el peso de los años que has vivido combinado con todo aquello que ya no puedes hacer... la sensación de impotencia es de las peores que he sentido. Es como ver pasar las imágenes de una película donde nada sucede y nada sucederá. Cuando termina te invade el sentimiento de pérdida de tiempo total y descubres que el lamentarlo sólo hace que se agrave, así que lo único que te queda es seguir adelante con la cabeza medianamente alta (no lo harías, pero supones que a tus padres les gustaría y al fin y al cabo qué cuesta satisfacerles).

Me desperté un día sin rumbo por la avenida, caminando hacia la entrada al Submundo. Me desperté de mi trabajo aquí, en la Estación, desde donde ahora escribo esta especie de crónica del retorno. Me desperté viajando hacia casa, llegando al descanso de la noche y retomando la curva diaria del autobús.
Miré a mi alrededor sin reconocer en los rostros que me envolvían chispa alguna de vida ni de intención y sentí pánico pues descubrí que el mal que los había dejado vacíos, incapaces de mirar al cielo, me estaba subiendo por los pies y ya casi me alcanzaba las rodillas. El corazón se me estremeció y fue tan doloroso que durante varias horas respirar era un suplicio y la necesidad de correr me quemaba la mente tras las órbitas de los ojos.

Salir de noche de mi hogar, volver de noche...
Los zarcillos alquitranados me invadían las venas y me atenazaban las entrañas... pero me sentía impotente... ¿qué podía hacer?
Mi yo adulto gritaba hasta desgañitarse "¡huye!"
¡HUYE!
¡HUYE!
...
... y comencé a huir...
primero lentamente, sólo de pensamiento, pero eso no me bastaba...
luego de facto. Hice las maletas y me despedí secretamente de todos aquellos que componían mi cuadro médico. Avisé de forma silenciosa a las autoridades y me dirigí al borde del acantilado, preparada para tomar pasaje en el primer velero que pasara.

...
pero no era suficiente...
Sentada en un banco, entre piedras y matorrales barridos por el viento, me dejé acariciar por el calor del sol de invierno, que a duras penas traspasaba la neblina de mi enfermedad. Me cegó, recordé cosas...
...
Aquella tarde volviendo a mi hogar, mientras esperaba el metro que me haría atravesar la ciudad bajo la piel, sentí una manita aferrarse a la mía.
Miré, pues allí sólo había espacio para media persona (estaba cerca de las vías) y me preocupaba que algún niño pudiera caerse: lo que vi me devolvió algo de color. Una niñita, de no más de 3 años, con mi anorak rojo, mi mono de pana, mis zapatos con hebillas, mis cabellos rizados, mis mejillas sonrosadas, mi sonrisa, mi mirada... Una niñita con mi nombre y mi infancia me había rescatado.

Me había rescatado...

Me rescató...
¿me rescaté?
realmente... realmente me reconocía, pero no me recordaba...

me encontré...

: )

(ese emoticón es lo más parecido a la escritura que encuentro para describir lo que siento ahora... la chispa ha vuelto, el color ha vuelto, la esperanza para el futuro... bueno, está en marcha el tema, ya os contaré).

Pues eso, aquí estoy en la Estación, con mis cosas.
La voz ya no pide la huida, se pasa el día tarareando...

Esto es estupendo.

: )

PD: Gracias a Mandolux tenemos cielo.

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